El artículo reconoce en el motivo literario de las ruinas un poderoso indicio de las transformaciones sociales y políticas que determinaron el tránsito del Antiguo Régimen a los Estados liberales en Europa. En este contexto la novela Ruinas de Rosalía de Castro constituye una de las obras donde confluyen de modo más interesante corrientes estéticas en apariencia tan distantes como el romanticismo, el realismo y el naturalismo.
En el verano de 1929, aquejado de la enfermedad que habría de poner fin a su vida, Sigmund Freud termina su libro El malestar en la cultura [Das Unbehagen in der Kultur]. El ensayo intenta probar la hipótesis de que “en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; [que] todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad” (3020). No era la primera vez que Freud se enfrentaba al problema de la conservación de lo psíquico. Lo interesante es que en esta ocasión echa mano de una comparación de fundamento arqueológico, que ha dado lugar a numerosos estudios sobre las implicaciones culturales de la relación metafórica entre los yacimientos del pasado y los estratos de la psique (Laurent, Jacobs, Vidler). Recordemos la descripción de Freud. El autor comienza por referirse a la superposición de estilos y fases arquitectónicas surgida como resultado de la expansión territorial del imperio romano, desde el estadio inicial de la Roma quadrata a las murallas de Aureliano. Tras este bosquejo inicial, prosigue afirmando: “Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como Roma” (3020).
Los incendios y las demoliciones que Freud reconoce en la descripción parecen prefigurar al Walter Benjamin que, años más tarde, convertirá las ruinas en el eje de su pensamiento sobre la historia. Frente a la tópica renacentista, barroca y neoclásica, que hace de las ruinas un epítome de la fugacidad temporal, ambos añaden al efecto destructor del tiempo el trabajo de reconstrucción posterior. Pero a diferencia de Benjamin, Freud no se propone comprender el funcionamiento social de la historia, sino la propia historicidad de la conciencia humana. Y para ello intenta que los lectores conciban la psique como si se tratase de una ruina: “Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubiere desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores” (3021).
Aunque, como veremos, Freud se apresure a concluir que “no tiene objeto seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo” (3021), el lector ya no podrá esquivar la fuerza retórica de la evidentia que ha desplegado con maestría ante sus ojos. La descripción de Roma yergue una mente omnímoda capaz de retener todo lo acontecido. A través de ella, el libro presentará ideas tan fundamentales en el corpus freudiano como la oposición entre latencia y emergencia o el retorno de lo reprimido.
El hecho de que Freud, a las puertas de los oscuros años treinta, escoja la imagen como pórtico a su diagnóstico de la cultura europea de entreguerras no hace sino acentuar el carácter profundamente político del motivo. Como es sabido este potencial había sido intuido ya, bajo circunstancias muy diferentes, en los períodos de la cultura europea en que salieron literalmente a la luz los resultados de las excavaciones arqueológicas de la Antigüedad greco-romana. Los efectos de este movimiento fueron particularmente visibles a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cuando tienen lugar los redescubrimiento de Herculano y de Pompeya –en 1738 y 1748, respectivamente. Y a lo largo de los siglos XIX y XX los efectos siguieron repitiéndose, como es lógico bajo diferentes condiciones sociohistóricas, tras los hallazgos de Troya o de Knossos (Gere).